En tantos años, sus recuerdos se basaban en destellos, escenas
infantiles pasadas por agua, un castillo en la arena, un enfrentamiento pueril.
Un paseo para andar al lado de una desconocida a la que miraba con tanto amor
que de sus ojos podría encenderse una bengala. La confidencia escondida tras el
humo del cigarrillo. Una risa en aquella comida familiar. Un viaje en coche en
el que se había dormido, ¡cuánto lamentaba haberse dormido! Porque ella aspiraba
con efusividad cada instante que pudiera acercarle más a esa extraña que la
había visto crecer.
A veces, por la noche, acariciaba el gotelé de la pared,
imaginando su cara dormida al otro lado. El pelo revuelto, las mejillas
hinchadas. Los ojos cerrados acariciando un sueño profundo. A veces era
sorprendida observando su perfil, las líneas perfectas que delimitaban su
rostro y los dos estanques que le servían por ojos.
Le gustaba sentarse en el borde de la cama mientras la
miraba maquillarse, preparándose para pasear su belleza sin límites por el
mundo de los mortales. Entonces la bella desconocida podía susurrarle: “por favor, pásame la
brocha. No, esa no, la que no rasca...”, y ella se la tendía, rápidamente para
no ser la culpable de que se interrumpiera esa delicada danza de manos,
pinturas y mechones de pelo.
"¡Mírate! ¿Y luego tienes miedo de que nos caigamos en la rutina?"
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