jueves, 18 de septiembre de 2014

Yo nunca miento por la mañana

Desde el momento que aprendí a querer, me enseñaron (la letra con sangre entra) que enamorarse significaba volverse endeble. Que tenía que ser más astuta y menos buena, que tenía que medir mis palabras y calcular la longitud de mis miradas. Me dijeron que mis armas de mujer me abrirían más puertas que un derroche absurdo de sentimientos. Porque, a fin de cuentas, los sentimientos no son más que un estorbo a la hora de conseguir lo que deseamos. Me metieron en la cabeza a base de martillazos que el estoicismo sería mi mejor aliado. Y yo, claro, yo me lo creí.
Y después de varios años repitiéndome esta lección como si fuera el catecismo, ¿cómo le explico yo a mi razón que a mi corazón no le apetece seguir sus razones? Cómo va a entender ella que me ría con solo recordar el reflejo de las farolas en tus ojos; o que veinticuatro horas al día, siete días a la semana me saben a poco. Porque todo me sabe a poco. Y es que no se puede entender que las yemas de tus dedos se hayan convertido en mi refugio favorito para las tardes frías.
Que mis sábanas gritan tu nombre en cuanto apago la luz, que mis manos lloran porque echan de menos tu piel y que no se me ocurre mejor plan para un viernes por la noche que dormir en el asiento trasero de tu coche. Que si se me atraganta un te quiero es porque es demasiado cierto, porque es tan cierto que me da miedo que al decirlo salte mi felicidad en mil pedazos como me tiene acostumbrada.
Y al calor de la sonrisa más bonita a este lado del Estrecho de Gibraltar, mi corazón le da razones a mi razón para que se calle, porque lo cierto es que nunca aprendí a querer.
Porque lo cierto es que cada día que pasa haces que me vuelva un poco más endeble.