miércoles, 15 de junio de 2022

El chico de los miércoles

Quién me iba a decir a mí que me iba a ver envuelta en este lío. Yo estaba viviendo una vida tranquila (aburrida, normal y feliz, dirían algunos). Y te tuviste que cruzar, tuviste que dedicarme un miércoles y ponerlo todo del revés. Porque después de ese miércoles llegaron muchos más, y de pronto me encontré que las últimas horas de vida de los martes me las pasaba nerviosa, en la cama, anticipando. Quién me iba a decir a mí que ese día tan insulso, en mitad de la semana, sería mi favorito. Y de repente ya no solo habías conquistado mis miércoles, sino que toda mi semana olía a días contigo o a días con ganas de verte. 

Y es que ni siquiera era miércoles cuando me diste ese primer beso del que siempre reniegas (y que todavía hoy me sigue pareciendo precioso), ni cuando respiramos tantos de esos momentos que ya sé que no podré olvidar. Como aquella noche en que llenaste Madrid con tus historias, que ya la han envenenado entera; los misterios gloriosos en el Retiro; tantas y tantas noches alargando la madrugada en el portal de tu casa; tantas madrugadas alargando la noche en mi sofá; copas en un bar que de noventero solo tiene el nombre; promesas de copas en un bar al que nunca iremos; circular a 80 por Sainz de Baranda en una Kawasaki del 92 (ella no lo sabe, pero Lady Madrid se escribió en su honor); sentirte cerca en una eucaristía; pasar el día en una finca cerca de la Adrada con el único plan de beberme el sol y ya está, pero contigo. 

Y la buena noticia es que queda mucho espacio en el mundo para que contamines mis recuerdos. Muchas calles por las que aún no hemos discutido (¿o era debatido?) y donde no me he hecho la enfadada para que vengas y me abraces y me hagas perder el equilibrio. 

 Y es que mi chico de los miércoles es así: sabe exactamente qué tecla tiene que tocar para llevarme al límite de la paciencia, pero también sabe cómo agarrarme para que no me pierda. Vive en la dualidad: se enciende como pirotecnia valenciana y después interviene su corazón, que es blando y de color rosado, y le obliga a recular. Y a veces se enfada consigo mismo porque ha perdido el control y su razón, esa carta confiable en la que basa el rumbo, ha pasado a segundo plano. Él entiende el mundo con la cabeza y le da sentido con el corazón. Esa dualidad se refleja hasta en sus ojos, que saben mirar con una intensidad en la que deslumbra la inteligencia; y otras veces convirtiendo ese mismo brillo en calor y afecto. Porque también se traduce en su forma de quererme, un momento esquivando con maestría mis dardos de cariño envenenado y al siguiente acariciándome la mejilla con el pulgar, poniendo una pasión y un amor en el gesto que casi me conmueven. Él dice que es tonto pero listo; y todavía me maravilla cómo conviven en él esa distancia que a ratos pone con el mundo y la dulzura casi infantil que sabe derrochar, especialmente cuando juega en casa y a pocos centímetros de distancia. Esos momentos (cada vez más habituales) en los que se desnuda de fachadas y me permite ver, espiando a través del hueco de la cerradura, lo transparente y preciosa que es su alma.

Hoy es un día especial, un día feliz. Sí, hoy también es miércoles.

 



"No quedan sombras del pasado desde que te has acercado, ahora todo es claridad. No quedan penas atrasadas ni quedan puertas cerradas ni nada que derribar"

miércoles, 16 de octubre de 2019

Star treatment

Recuerdo ese día como si hubiera sido ayer. Aunque, francamente, tampoco hace tanto tiempo. Podría tatuarme en la piel con precisión milimétrica el aspecto que tenía tu espalda al alejarse por el callejón, enturbiado por mil despedidas con la mano y por besos entregados al tiempo y la distancia. Los mismos tiempo y distancia que durante tanto tiempo fueron nuestros, y que se encargarían de desgarrarnos vivos.

Me jodiste la semana. Cada una de las mañanas que me quedaban por verme amanecer en esa habitación llena de abejas, cerré la puerta de la verja temblando de miedo. Porque sabía que, hiciera lo que hiciera, el fantasma de tu despedida estaría esperándome en cuanto mis ojos tropezaran con esa bocacalle.

Qué digo, me jodiste el mes entero. Me jodiste el verano. Hasta me jodiste el año. ¿Y sabes por qué? Porque yo estaba segura que, cuando me alejara de ese parque, cuando dejara atrás la calle y la ciudad que aprendí a amar como un hogar del que tú nunca llegaste a formar parte del todo, se habría acabado. Estaba convencida de que en el momento en que cogiera el último vuelo que llevara tu nombre, me secaría los ojos y me desharía de tu espejismo para siempre. Pero no. Claro que no.

En realidad, fue bastante impresionante. Me fascina la facilidad que tenías para colar tu recuerdo en sitios en los que tú ni siquiera habías estado. En cada esquina que giraba, me encontraba con tus manos en los bolsillos. Todas las noches, al apoyar la cabeza en la almohada, mis ojos se encontraban atrapados en tu mirada -¿cómo es posible recordar una mirada con tanto detalle?- y te prometo, te juro, que casi podía sentir el frío emanando de tu piel. Un par de veces llegué a alargar la mano para acariciar el arco de tu mandíbula, como aquellos sábados por la mañana, solo para encontrarme con los dedos golpeando la pared de mi dormitorio.

Entraba en la oficina y sentía tus ojos en la nuca mientras me movía entre las mesas. Porque te aseguro que, en parte, estabas ahí, junto a la cafetera, observándome como un fantasma del pasado que nunca quise ver pasado de moda. Ni siquiera al subirme al puto metro tenías la decencia de dejarme tranquila. Y durante meses supe que, en el momento en que me sentara en el vagón, levantaría la mirada para encontrarte relajado en la fila de asientos de enfrente. Tenía la certeza de que me toparía con tu sonrisa más discreta, la misma con la que me dijiste "lo siento, pero no puedo hacer nada para evitarlo".

Te sentía con tanto realismo que estaba tentada de darle los buenos días y las buenas noches a tu fantasma. Hasta que un día me levanté, cogí el metro, giré la esquina, llegué a la oficina. Y comprendí que, por fin, tu recuerdo me había dejado marchar.



And as your shrinking figure blows a kiss, I catch and smash it on my lips.


lunes, 2 de abril de 2018

Y luego, se resquebrajaron

Me acostumbré a tenerte lejos. Me conformé con esta bendita rutina de pensar en ti como en un fantasma del pasado, de conjurar tus ojos pacientes en el vacío de la noche y rememorar el color de tu risa. Forzando la aceptación, acepté una vida que nunca creí aceptable.
Me acostumbré a tenerte lejos y a dejar de buscarte al abrigo de las estrellas. Aprendí a dormirme sin tu voz acariciándome el cuello y acordé olvidarme del sabor de tus buenos días.
Dejé de contarte todo lo que se me ocurría; y, de pronto, dejé de tener cosas que contarte. Y por no contar me cansé hasta de contar los kilómetros, las millas y las pulgadas, taché de mi lista negra la distancia y la sustituí por la falta de ganas.
Tanto me acostumbré a tenerte lejos, que me olvidé de necesitar tenerte cerca.