sábado, 3 de noviembre de 2012

Llueve sobre mojado.

Hace frío, mucho frío, la Niña con sus quince años y su cazadora beige se abraza a sí misma para entrar en calor y se aprieta contra el duro plástico de la marquesina. Escruta a través de la fina película de lluvia que cae a su alrededor, calle arriba, paciente y segura de la pronta llegada de su autobús, mira el reloj.
Dos años después la Niña ya no lleva cazadoras beige ni se contenta con abrazarse sola; caperuza echada, dedica a la calzada una de sus mejores y más ensayadas miradas de desolación. Las manos suavemente colocadas a ambos lados de su asiento, con delicadeza no vaya a ser que moleste a alguien, se le escapan respiraciones trabajosas entre los labios. La lluvia ya no cae en forma de calabobos, una verdadera tromba de agua lucha por abrirse camino junto a la acera y le moja los pies desconsideradamente. La Niña mira el reloj, sigue mirando el reloj, cada vez menos segura de que el dichoso autobús vaya a hacer acto de presencia pero igual de paciente. Se le ha olvidado cómo se lloraba, no consigue sacar lágrimas de su mirada, y la tristeza solo se manifiesta en ese mirar apesadumbrado al que ya el mundo está acostumbrado.


La Niña vuelve a mirar el reloj, se cala la caperuza roja y decide ir andando, dejando que la lluvia le acaricie las mejillas, dulce consuelo.
Mucho me temo que sigo siendo la misma cría...

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