domingo, 16 de abril de 2017

Maldita oxitocina

Dicen que los sentimientos que experimentamos en el pecho son un reflejo de lo que realmente ocurre en nuestra cabeza. Que cuando nos enamoramos, olisqueamos y decidimos que las feromonas del otro nos molan. Que la oxitocina, o no sé qué hormona que no había oído en mi vida, se da un tour por el cerebro conectando neuronas hasta que nos creemos que todo es posible. Que cuando nos entristecemos con frecuencia y después nos ilusionamos, generamos una montaña rusa emocional a la que nos volvemos adictos. La oxitocina coge de la mano a la dopamina y se van de paseo por nuestro cerebro haciéndonos un lío que te mueres. Y que es muy difícil resistirse a eso.
Y la verdad, siempre me han gustado las montañas rusas. La emoción de la espera en la cola, el "me monto, no me monto", el buscar en mi padre, a mi lado, una figura que me asegure que todo va a salir bien... y acabar en esos noventa segundos de vertiginosa emoción y caídas libres. Pero las montañas rusas me gustan porque la travesía dura eso, noventa segundos. Si te montas en una que dura noventa días, tu dopamina se enchocha de la oxitocina, echan un revolcón de neurona en neurona, tu estabilidad emocional se va a paseo y acabas potando. Claro.



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