martes, 16 de abril de 2013

Hipocresía

París, mes de agosto. El bochorno se cuela en un café clásico que hace esquina con la calle principal. Pet, sentado en la terraza, es el único que se ha atrevido a desafiar a los termómetros y ha huido del ventilador. Desde dentro, al otro lado del escaparate, unas jovencitas le miran tapándose la boca, risueñas. Pet con su inmaculado pañuelo blanco -el inmaculado pañuelo blanco que tiene sus iniciales bordadas- limpia la hoja de su cuchillo. Las chicas dejan de mirar. En un momento tiene que deshacerse de su pañuelo, ahora teñido de rojo. Qué disgusto se llevará mamá. A Pet no le gustan las armas de fuego, ya que estas matan a distancia y, a fin de cuentas, él es un caballero. Ya saben a qué me refiero, ¿no es así? Le gusta darle la oportunidad al pobre inocente de defenderse con algo, hace aún más placentero el momento de hundir la implacable hoja en su cuerpo. Porque Pet ama el Arte, lee a Baudelaire por las noches y realiza sus encargos con una limpia puñalada en el pecho por la tarde, con eso su cliente debe quedar satisfecho. Y es que Pet no es un vulgar sicario, jamás rompería una pierna o dispararía en un hombro. Eso es tan rudo... él es un trabajador medio que ofrece un servicio y cobra por él. Y cobra bien, acaricia la piel del maletín. Marie podrá tener unas buenas vacaciones.
Pet apura el café y se encamina respirando París hasta su portal. París es una ciudad de fachadas; Pet ama el arte y por extensión ama París. No ama tanto su portal, siempre desconchado y con el ascensor averiado. Pero no... hoy el ascensor no está averiado y quizá sea esto lo que desconcierta y pone en guardia a Pet. Sube por las escaleras. La puerta del piso entreavierta, la abre de un golpe y se precipita en el interior gritando el nombre de Marie. Los ciclones del Monzón parecen haber cambiado de ruta para atravesar su salón, y la melena de Marie perturba el color carmín que ahora cubre su cocina. Y Pet grita. Y llora. Y luego  grita. Y corre al cuarto de Joseph. Y sabe lo que va a encontrar, lo sabe desde el momento en que ve las sábanas azules de la cuna llorando sangre. Con el cuerpo del niño vuelve a por su niña. El peso de Joseph que ya no es Joseph y las lágrimas le hacen caer de rodillas. Tal vez fueran los mafiosos de Le Grand, había ignorado demasiadas advertencias. Pero este es un golpe demasiado bajo. Mientras su desolación contempla la performance que se ha montado en la cocina, se pregunta quién podría hacer una cosa así.



-Me echó la bronca, y lo agradecí porque necesitaba que alguien me echara la bronca. ¡Tú nunca me echas la bronca!
-No tengo nada que reprocharte...

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